Ahogados en un vaso de agua

Ayer fui testigo de cómo el extravío de una maleta puede hacer perder los estribos a una persona hasta extremos inimaginables. Gritos, amenazas, descalificaciones y hasta un intento de secuestro de otra maleta (que nada tenía que ver con la suya pero que la persona afectada estaba dispuesta a conservar como rehén hasta que apareciera la que había facturado). La cosa requirió la entrada en escena de personal de seguridad y algunos números de la Guardia Civil que durante un buen rato trataron de mediar sin demasiado éxito. Sin entrar en detalles, sólo diré que lo más triste es que la protagonista de la historia era una mujer (su marido intervino bastante poco y eso que la maleta era precisamente la suya) y que su hijo, de unos 7 años, miraba la escena completamente desencajado, recorriendo el área de llegadas de una a otra cinta para ver si por alguna de ellas salía la tan ansiada maleta (y la historia se alargó durante una hora, aproximadamente). Yo pensé en lo fácil que es en ocasiones perder el norte, en lo mucho que pueden afectarnos (e incluso en la salud que pueden quitarnos) cuestiones nimias que, atravesadas circunstancias más adversas, todo lo más nos harían musitar un “joder, qué lata”. Agradecí en ese momento no ser ya una de esas personas (creo) que se ahogan en un vaso de agua, que se dejan vencer por el más pequeño de los contratiempos, que se bambolean al son de pequeños detalles que para nada van a cambiar el rumbo de nuestras vidas, que pierden su buen humor en cada esquina. No, creo que ya no soy de esos. No sé cómo seré mañana pero hoy no soy de esos. Ni de esas. Buf, qué descanso!